Para algunos el fútbol se
convierte en pura religión. Rituales estereotipados, encomendaciones a santos
impronunciables, equiparaciones de estadios con catedrales…Para un niño
argentino de nueve años, el fútbol es pura diversión.
Los domingos, cuando todos se
preparaban para ir a misa como buenos cristianos, yo, como buen argentino, agarraba
mi remera blaugrana del San Lorenzo y me dirigía hacia el Gasómetro acompañado
de mi abuelo, que poca fe me promulgaba.
Para mí, el Gasómetro era un
templo. Un estadio donde cabían cincuenta mil almas cantando a coro por un
mismo objetivo, la victoria de su equipo. Mi abuelo y yo nos sentábamos en la
tribuna central, bastante alejados de las “barras bravas”, que por aquel
entonces apenas tenían ni voz ni voto.
Él se encendía su buen habano, sin consentimiento de mi abuela, que le
había prohibido fumar. Yo le miraba y sonreía, mientras me conformaba con
mascar un palo de regaliz.
El fútbol era mi vida. Veía a
los jugadores como auténticos dioses y siempre soñaba con llegar a ser uno de
ellos. Recuerdo a René Pontoni, mítico delantero de aquel San Lorenzo campeón
del Apertura en 1946. Era un delantero rápido, astuto, con muy buen juego
aéreo. Jamás se me olvidará el día que conseguimos nuestro tercer título, fue
ante Racing de Avellaneda.
Último partido de la
temporada, esta vez, toda mi familia pecó y sustituyeron la misa por el fútbol.
El estadio lleno hasta la bandera, mi abuela rezando un rosario, mi abuelo
mordiéndose las uñas porque no podía fumar y mis padres vigilándome para que no
me perdiera entre la multitud.
Necesitábamos marcar cinco
goles a Racing para proclamarnos campeones. No iba a ser tarea fácil, al
descanso íbamos cero a cero. La
desesperación me empezaba a crear angustia, decidí entonces hablar con Dios y
pedirle encarecidamente que consiguiésemos esos cinco goles.
A la reanudación, no lo
podían ver mis ojos, dos goles en apenas cinco minutos, el milagro podía
lograrse. Pasaron los minutos y en el setenta llegaría el tercero y diez más
tarde el cuarto. Yo estaba mirando al cielo, sabía que Dios nos estaba echando
una mano. Llegó el minuto noventa y Pontoni, marcó el quinto con un cabezazo
espléndido. Me levanté de mi asiento y grité: ¡Gracias Dios!
A día de hoy, en El Vaticano,
todavía cuento aquella anécdota que me llevó a alcanzar la fe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario